En plena pandemia de desinformación, de fakenews, de bulos, de escraches, de manipulación de la información de cómo se expande y afecta el contagio de este virus terminado en 19, se han producido multitud de debates, se multiplican las preguntas y se evaporan las certezas.
En el ámbito de la filosofía como cuenta gotas han ido publicándose columnas de opinión en los medios de prensa con ensayos para todos los gustos e incluso un ocioso en cuarentena ha hecho una edición prolija e irónica con el título “Sopa de Wuhan” y con varios murciélagos en la portada. En esos textos encontramos una dicotomía entre el surcoreano Han y el esloveno Žižek sobre el significado de esta crisis mundial y de sus posibles consecuencias. Las posturas oscilan entre la llegada de un nuevo comunismo o de una nuevo capitalismo exacerbado.
El control biotecnológico aparece como el centro del debate de posibles soluciones o nuevos problemas para la libertad y la convivencia. Paul B. Preciado analiza la generalización del uso de biotecnologías de control de las personas en un avance real y no de ficción (a lo Black Mirror) de las formas contemporáneas de control y de ejercicio del poder. Pero no todo tiene por qué ser para mal.
Independientemente de lo que cada uno vea en su bola de cristal cuando imagina cómo será el mundo mañana, es interesante observar cómo se repiten en filósofos y politólogos dos ideas, que aunque parecen como escritas la margen, empiezan a ser un mínimo común.
La pregunta más abierta tiene que ver con cómo un virus ha logrado lo que la contundencia del cambio climático no ha conseguido en varias décadas: parar la producción y la economía mundial. ¿Puede más un virus invisible que todo el conocimiento científico acumulado sobre los efectos de la contaminación del aire, de los mares, del agua, de la tierra y de cómo asfixia y mata de hambre a las poblaciones urbanas (y no solo) de medio mundo, desde China, pasando por la India, Madrid, Buenos Aires, Nueva York!!? Y así, cabe preguntar entonces, ¿qué mueve nuestra voluntad social y colectiva? ¿El miedo a través de las técnicas de control y amenaza de los regímenes orientales? ¿lo desconocido en forma de un virus, que se dice que es nuevo? ¿lo invisible que nos quita el aliento, el pneuma que en la antigüedad griega era el principio de vida?
La naturaleza ya nos ha dado un ejemplo de lo que sucede en un escenario postnuclear, Chernóbil, en cuanto el ser humano se autolimita y se va, la naturaleza vuelve a florecer, se logra limpiar y cumple con la reproducción de sus múltiples ciclos. Esto nos debe conducir a reflexionar sobre cómo la producción humana atenta claramente contra la reproducción de la vida en general. Quizá, en la bola de cristal, podríamos tratar de imaginar, todos juntos, para el primer día del mañana, una nueva forma de economía que permita la convivencia con el resto de formas de vida (y sí, incluidos otros virus) y que no contemple el hambre ni la contaminación.
La segunda pregunta que se repite en las reflexiones que circulan en estos días es qué hacer ante el miedo que despierta no solo el virus sino también la crisis social, económica y de salud que se está produciendo conjuntamente y cuyo final no sabemos cómo ni cuándo será. Muchos de ellos remiten a buscar con la razón la forma de cimentar estructuras diferentes que apuntalen el bien común. Es decir, una vuelta a la Ilustración pero habiendo aprendido de la experiencia de haber estado a punto de traspasar algunos límites. Aprendiendo de lo pernicioso que suele resultar la omnipotencia humana -relatado en múltiples mitologías- quizá debamos poner en esa bola de cristal un nuevo proyecto ilustrado que aprenda de sus errores, que se base en la tecnología y no al revés. Un proyecto donde lo común guíe la ejecución de presupuestos públicos, donde la ilustración sea el objetivo (presente y utópico a la vez) de todo proyecto educativo, donde lo común sea la constante que alimente las relaciones sociales y la construcción de identidades, donde la diversidad no sea un problema sino la práctica de la libertad. Donde el cuidado sea el centro de la vida en común y la producción sea un medio y no un fin.
En los artículos mencionados hay una preocupación común en torno al uso de la biotecnología que en oriente ya se usaban para otros fines, y que en esta ocasión parece que ha ayudado a la contención de la pandemia. Los occidentales, menos propensos a compartir sus datos digitales con los gobiernos, sin embargo, como dice Preciado, pueden pensar gracias a las libertades de expresión, pensamiento y prensa (no tan comunes en ciertos estados orientales) que esas mismas tecnologías que en manos de gobiernos autoritarios o no éticos puede hacernos soñar con las peores pesadillas, pero, puestos recíprocamente en manos de una ciudadanía ilustrada, con un desarrollo global de la educación, con las necesidades básicas cubiertas, con las libertades aseguradas y acceso a la tecnología, abren un panorama muy distinto.
La dicotomía entre capitalismo y comunismo, entre biotecnovigilancia o responsabilidad cívica, barbijo si o no, solo fomenta un pensamiento bipolar que empobrece la reflexión y la libertad. Pensar que solo tengo dos opciones entre las que además tengo que elegir necesariamente, puesto que estar quieto, paralizado, no es una opción, constituye una falacia, un planteamiento erróneo de los problemas. Esta forma de entender la elección y por tanto la libertad, elimina la dimensión creativa de cada elección, la que cada uno reconoce cuando toma una decisión y el resultado jamás es como lo había calculado, porque siempre hay algo nuevo que era imposible de anticipar, de controlar, ni siquiera de imaginar. Ese inconmesurable es precisamente la libertad. Para bien y para mal.
Esta forma de entender la libertad, en un escenario donde hay que elegir, hace falta que se ilumine con sueños y con proyectos futuros, a sabiendas de que el futuro será como sea, y ninguno de los proyectos se realizará perfectamente. Pero como decía Aristóteles, para no quedarnos paralizados, debemos al menos apuntar a una diana, mirar a los fines.
Y en la elección de los fines está lo que si podemos elegir, racionalmente, libremente, poniendo las prioridades, los medios y las voluntades a trabajar juntas. Pues bien, dicho todo esto, ¿hacia dónde apuntamos si no queremos gobiernos autoritarios, si no queremos sucumbir como especie por la falta de solidaridad cuando los problemas son globales, si nos disgusta la hipervigilancia y no basta con la responsabilidad cívica? ¿a dónde miramos si deseamos que el control de los gobiernos sea recíproco con el que ellos ejercen sobre los ciudadanos?. Si un gobierno sabe todo de nuestros gastos e ingresos, de nuestros movimientos, de nuestros consumos, de nuestro trabajo, de nuestra composición familiar… ¿por qué los ciudadanos no pueden saber todo sobre los presupuestos, sobre los debates, sobre la aplicación de las reglamentaciones que se llevan a cabo en la dimensión política y económica de las instituciones públicas?
Pues bien, no hace tanto, allá por el 2010 comenzó a hablarse en castellano de una forma de renovación democrática denominada “Gobierno abierto” que ponía precisamente la tecnología al servicio de los ciudadanos para el fomento de la libertad y la igualdad, en un ejercicio de fraternidad entendida como participación en la vida pública, no sólo en la cooperación privada de vecinos o familias. Así, la vieja forma democrática inventada por los griegos y reformulada tras las grandes revoluciones ilustradas del siglo XVIII da un paso más hacia una democracia directa en la que todos los ciudadanos participan bajo los principios de transparencia, responsabilidad y colaboración no necesitando las mediaciones de las representaciones gubernamentales mastodónticas actuales, precisamente amparados en las enormes posibilidades que ofrece hoy la tecnología, que nos deja soñar con un gobierno activo desde la base de la ciudadanía.
Poner al servicio de la libertad, y no del miedo, la tecnología no solo puede fomentar otra forma de democracia, sino también otra forma de entender el conocimiento. Los datos no se convierten solos en conocimientos, requieren procesamientos de máquinas y de humanos que construyan las máquinas y que interpreten sus resultados y los conviertan en tecnología, en teorías, en prácticas sociales.
Nuevamente, hoy, con la pandema del nuevo virus, compartir esta información entre la comunidad científica internacional, liberar patentes, colaborar solidariamente entre naciones, se ha convertido en la mejor posibilidad que tenemos para salir de este embrollo mundial. Pero si se logra finalmente esta cooperación científica, deberíamos propulsar que en vez de una excepción se convierta en la norma.
Repensar la Ilustración en tiempos de pandemia es un seguro anticuerpo a todo intento de autoritarismo político y mental, una vacuna contra la desazón y la angustia y un revulsivo ante el callejón sin salida al que pareciera -aunque esperemos que no- que nos ha llevado cierta inconsciencia en la que hemos caído, distraídos por el consumo de hoy, sin ver cómo se desvanecían las instituciones, la democracia y la justicia mientras se aplasta el planeta en una crisis ecológica también sin precedentes, bajo la presión de un sistema que legitimaba comprar bananas chinas en América y papas europeas en Bolivia.
Si queremos ser libres e iguales, en la salud y en la enfermedad, debemos volver a la tercer pata de los cantos revolucionarios de finales del siglo XVIII y cultivar la fraternidad más allá de las fronteras geopolíticas, más allá de los límites de nuestra piel física y cultural. Sólo la fraternidad tiene la fuerza necesaria para articular las tensiones entre la igualdad y la libertad, generando, quizá, por fin, algo más que una globalización económica, una globalización del cuidado del otro, donde el otro es el mar, el cielo, el vecino, el abuelo, la niña, el médico,…. la vida.
*Ilustración: Aguafuerte de Francisco de Goya y Lucientes. Forma parte de la serie Caprichos. Es el número 43. Año 1799. Se puede ver en el Museo del Prado de Madrid y hay otro ejemplar en la Biblioteca Nacional de España, también en Madrid.